Nacer en Risaralda es nacer rodeado de aves

Nacer en Risaralda es nacer rodeado de aves. Es crecer en un territorio donde la vida alada no es solo parte del paisaje: también es parte de una identidad silenciosa, que exige una ciudadanía consiente de su entorno para la conservación.

Juan Felipe Alzate

6/30/20252 min read

Nacer en Risaralda es nacer rodeado de aves. Es crecer en un territorio donde la vida alada no es solo parte del paisaje: también es parte de nuestra identidad silenciosa. Los cantos del Bichofué, del Pechirrojo, de la Tangará rastrojera o del Toche son más que sonidos de fondo; son memorias bioculturales, registros sonoros del alma del paisaje, que nos conectan en la historia que habitamos.

Estudios recientes en neurociencia ambiental y psicología de la conservación han demostrado que el contacto con aves —escucharlas, observarlas, caminar en entornos donde habitan— tiene efectos directos sobre la reducción del estrés, la ansiedad y los niveles de cortisol en sangre. Una investigación de 2022 publicada en Scientific Reports reveló que la presencia de aves mejora el bienestar psicológico, incluso en zonas urbanas.

En el último Global Big Day se contabilizaron 523 especies de aves en Risaralda, lo que lo posicionó como uno de los departamentos más biodiversos del país. Sin embargo, se estima que el número total supera las 720 especies. Para dimensionar esta riqueza: Europa, con más de 10.5 millones de km², tiene apenas unas 900 especies registradas. Esta comparación, aunque imperfecta desde el punto de vista biogeográfico, revela la magnitud de nuestro patrimonio natural. Sin embargo, a pesar de esta riqueza, la presión sobre los hábitats continúa. Desde 2001 hasta 2024, Pereira ha perdido 3.920 hectáreas de cobertura arbórea. Esta deforestación afecta directamente a especies como el Lorito orejiamarillo (Ognorhynchus icterotis), endémico de los Andes colombianos y en peligro de extinción.

La expansión urbana desordenada, el avance de monocultivos, el uso de agroquímicos y la falta de planificación con enfoque ecosistémico han deteriorado corredores biológicos fundamentales. Y cuando un ecosistema pierde su capacidad de regenerarse, lo que desaparece no es solo fauna: desaparece parte de nuestra memoria, de nuestro equilibrio colectivo y del soporte vital del territorio. Por eso la pregunta no es solo cuánto crece la ciudad, sino hacia dónde crece. ¿Estamos construyendo un modelo urbano que garantice conectividad ecológica, acceso a naturaleza y bienestar social?

Una ciudadanía ecológica no solo exige leyes; necesita pedagogía, sensibilidad, conexión afectiva. Necesita que los niños y niñas aprendan a identificar un canto, que los adultos comprendan el valor económico de la conservación, que los gobiernos inviertan en restauración ecológica y educación ambiental, no solo en infraestructura gris.

Risaralda tiene en las aves un indicador y un símbolo. Un indicador de salud ecosistémica, pero también un símbolo de lo que aún es posible recuperar. Debemos resignificar lo que implica habitar este territorio: no como dueños, sino como parte de un sistema vivo que nos sostiene.

.